¿Sabéis? Una vez escuché que nuestra mente realiza una selección de nuestros recuerdos. Una especie de criba genial donde los fangos de los malos momentos son arrastrados por el torrente del tiempo, para dejar al descubierto esas piedras preciosas que son los momentos de felicidad.
Durante mis meses de encierro opositor, quizás no encontrara ningún momento en el que sintiera las ganas de gritar a pleno pulmón que era la persona más feliz del mundo. Pero en estos casos es donde entran en juego más que nunca esos pequeños momentos que suelen pasar inadvertidos para nuestra conciencia, pero que quedan impregnados en los recovecos más insólitos de nuestro ser. Cuando baja la marea, salen a flote.
Recuerdo esas frías mañanas, en las que le ganábamos la partida al sol en el juego del más madrugador. La luz del flexo. El raspar de los subrayadores sobre los folios. El olor a tinta fresca del libro nuevo. Los relojes. El sandwich con zumo de la media mañana, momento de respiro del torbellino de conceptos que luchaban por posarse, cual nieve en el interior de una de esas bolitas de cristal con un abeto y un muñeco, que tanto gustan a los escaparates navideños. Los relojes. La furgoneta de la comida. Una ducha. Un suculento plato. Postre, música, libro al brazo, y marchando. Recuerdo esa cuesta de Prado Picón, con sus aceras recubiertas de verdín. Ese respiro antes de entrar a clase. Risas. Charlas. Goteo de compañeros. Una coca cola, un café. Ya suena el timbre. No quiero entrar. Espera que me termine el café. Aún sigue entrando gente. Espera que aún no ha empezado. Parece que sí. Vamos para adentro. Y así tocaban las 15:30 en las campanas de la catedral de Oviedo. Dentro del Seminario, libros abiertos sobre la mesa, silencio sobre la base de un murmullo. Quinientos alumnos observan, comentan, leen, siguen. En el centro, un profesor da voz a una clase "con probabilidad de caer". Con todos ustedes, llenando el espacio: el dulce sopor de la rutina. El tiempo que pasa. El hambre que arrecia. Las 18:30. Fin de la sesión.
Fuera nos esperaba la ciudad, en muy diferentes modalidades. En temporada estival, el sol vespertino invitaba a impregnarse de su luz en las calles. Era el momento de pasear por un Parque de Invierno atestado de chiquillos que, toalla al hombro y cabello mojado, se dirigían a casa tras la sesión de baño en la piscina del Polideportivo. Salir a correr por allí bajo la mirada de sus verdes colinas era un placer sobretodo para quienes proveníamos del secano. Correr hasta la extenuación, aflojar la marcha, volver la vista hacia el sol y observar cómo los edificios eran bañados por el brillo rojizo del ocaso era otra de las maravillas estivales. Son las ocho de la tarde. Se acabó. Tiempo de trabajo. Toca volver. Cansancio. Ducha. Abrir el libro de tests.Durante unas horas: un crono, un mundo, un libro, 260 preguntas. Aún recuerdo la alegría de llegar a la última columna del impreso de respuestas de test. Fin. A cenar. Con los nervios a flor de piel, las cosas se veían de otra manera. Cenábamos al son de "el hormiguero", y cualquier gag era aplaudido con sonoras carcajadas que luchaban por expulsar toda la tensión acumulada en el interior. Después postre, una tertulieta y a la cama. Al día siguiente, seguía en pié el juego con el sol: Si tú te levantas primero, te daré una preciosa tarde...
Los sábados de simulacro matutino era común acudir al seminario en una fresca mañana en la que el frío te helaba la tráquea, y la niebla envolvía las calles en una luz blanca y mortecina. El aire exhalado huía cual bocanada de vapor en una locomotora, y los ojos lloraban de frío. Al entrar al aula, se empañaban las gafas, y tras contemplar una divertida lucha de manos por hacerse con un cuadernillo y un par de hojas, se daba el pistoletazo de salida a otro simulacro más, en el que, cual sumidero al que se le quita el tapón, las primeras vueltas transcurrían lentas, acelerándose progresivamente conforme llegaba el final, hasta atravesar el límite de tiempo como un suspiro. Cuadernillos de corrección en cajas de cartón. A la salida, citando a Mecano: “barullo de murmullos que preguntan que qué tal… un desfile de zombis que abandonan el lugar”…
Después venía la parte más temida: la corrección. Un cosquilleo para las preguntas acertadas, respiración contenida para las falladas. Acertadas, falladas, incorrectas, resta, división. Si al restarle a este simu la nota del anterior el saldo era negativo, se añadía una pesa al plato de la balanza de la inquietud. Si era positivo, la satisfacción por el trabajo bien hecho aumentaba en un 100% las posibilidades de disfrutar plenamente el fin de semana que se avecinaba. Que ya estaba ahí. Y sí, otra de las cosas buenas de Oviedo era que se descansaba por Decreto Ley.
Llegaba la noche, y con ella, el momento de perderse. Cenita en casa o en algún mesón con aroma a sidra y quesos. Abrir la puerta y sentir una bofetada de frío: son las dos de la madrugada. La Plaza del Paraguas es un hervidero de juventud que grita, ríe y bebe: se trata del centro de la red de callejuelas de un casco antiguo plagado de tascas en penumbra, luces intermitentes, música, calor, piedra, gritos, risas, algarabía, adoquines, sidra, vasos, ruido de cristales, gente, gente y más gente. Llega la hora de recogerse, y ya casi amanece. Ruido de llaves. Hora de ponerse el pijama y dejar de lado la ropa que apesta a tabaco. Se apaga la lamparita de noche: fundido en negro, ya son las dos... de la tarde. Hora de tomar una ducha y comer algo. Café, tertulia, presión sobre los párpados, sueño, dolor de cabeza, cansancio. Hora de poner una película. Y mientras se consumen los fotogramas, llega la noche, la cena, los “buenas noches” y con ellos, la hora de sacar de la estantería el libro de la semana siguiente. “Uy, qué gordo es éste”… ¿Y cuánto va para mañana? ¿Lo pone en la primera hoja? No. Pues espera, que saco la calculadora… ummm… 120 hojas. ¿¿120 hojas?? Sí… 120 hojas. Mañana a las 7 arriba. Si me quedo dormida me despertáis a hostias. Descuida…
Y entre la corrección del simulacro y el “mañana a las 7 arriba” discurrían nuestros fines de semana… Unos rutinarios como éste, y otros cargados de momentos para el recuerdo, como el de la presentación de Fernando Alonso en el balcón del ayuntamiento, El GP final de F1 en el Auditorio Príncipe Felipe, los viajes a Covadonga, Gijón, Arriondas, Cudillero… Lugares preciosos, imágenes que atraviesan la lente de tus pupilas para quedar fijadas en el alma, y ser reveladas hasta la saciedad en cada recuerdo.
Se acercaba la tercera vuelta y con ella, el frío, la niebla, las heladas y la inquietud. Noches al abrigo de la calefacción, luz sobre las hojas del libro, mientras al otro lado del cristal, el cielo nublado se venía abajo y el alumbrado público revelaba en su cerco de luz amarillenta un manto de gotitas que caían lentamente sobre las calles desiertas, fenómeno éste cuya contemplación constituía uno de los pocos placeres de esas noches de tests invernales. La gente en clase comienza a contar los días, y se preguntan incrédulos entre ellos si son conscientes de la trascendencia del poco tiempo que les separa del momento soñado y temido a partes iguales. Y así, tres dos o uno, se acerca la hora. El día del MIR ya comienza a llamarse “el sábado”. Excursiones al Campus de Oviedo para localizar el lugar de examen. Planes de fiesta post-MIR. Último simulacro, última corrección, últimas clases. Emoción, nervios, despedidas. Ahora empiezas a ser consciente de lo que dejarás atrás…
El “día M” transcurre en un susurro. Ya estás fuera del aula, y es de noche. A tu alrededor gritos de alivio, rostros desencajados, llantos de emoción, familiares abrazados, descorchar de botellas, risas, euforia, cansancio. Planes de fiesta. Y así, esa noche, las calles de la capital del Reino Astur se convierten en el segundo mayor hervidero del año tras las fiestas de San Mateo. No se puede entrar a ningún local. Al Domingo siguiente, calles desiertas.
Y con ello, se da el pistoletazo de salida al vaciamiento de los pisos, el intercambio de direcciones de contacto, los planes de vacaciones, las promesas de volver a verse y las despedidas. Y después, el viaje a casa: el big bang que volverá a dispersarnos a todos por la geografía española, volviendo al punto de partida anterior a aquel mes de Julio, en un rewind sin retorno en el que el futuro ya no será el mismo: ahora sí que tenemos por delante las vacaciones que no pudimos disfrutar en verano. La suerte estaba echada, y nos volveríamos a reunir en Madrid…
Todo pasó, y ahora se acerca otra vez el verano. Cuando me incorpore a trabajar el día 19 de mayo, quizás una mañana saliente de guardia me cruce por la calle a alguno de esos chavales ojerosos con traje de corbata acompañados por esas chicas con chal y vestido, con mocasines en los pies y taconazos en la mano, también salientes de otra guardia, pero ésta más especial: la Cena de Gala.
Quizás alguno de ellos atraviese las colinas asturianas en un mes y medio. Quizás alguno de ellos acuda, perdido, a la calle Prado Picón con un plano en la mano. Sonreirán al escuchar las campanas de Oviedo tañir alegremente el “Asturias Patria Querida” en cada hora punta. Degustarán los manjares de la Calle Gascona. Caerán a las aguas del Sella cuando su canoa encalle en un arrumbamiento de cantos rodados, y serán presa de la risa. Gijón los embrujará con su Semana Negra y la inmensidad de su Playa de San Lorenzo. Vibrarán con los conciertos de la Semana de San Mateo, y quien sabe si con algún nuevo amor…
… ah, se me olvidaba… y prepararán el MIR.
Desde “la otra orilla”… les deseo muchísima suerte.
Publicado con autorización de su autora.
Durante mis meses de encierro opositor, quizás no encontrara ningún momento en el que sintiera las ganas de gritar a pleno pulmón que era la persona más feliz del mundo. Pero en estos casos es donde entran en juego más que nunca esos pequeños momentos que suelen pasar inadvertidos para nuestra conciencia, pero que quedan impregnados en los recovecos más insólitos de nuestro ser. Cuando baja la marea, salen a flote.
Recuerdo esas frías mañanas, en las que le ganábamos la partida al sol en el juego del más madrugador. La luz del flexo. El raspar de los subrayadores sobre los folios. El olor a tinta fresca del libro nuevo. Los relojes. El sandwich con zumo de la media mañana, momento de respiro del torbellino de conceptos que luchaban por posarse, cual nieve en el interior de una de esas bolitas de cristal con un abeto y un muñeco, que tanto gustan a los escaparates navideños. Los relojes. La furgoneta de la comida. Una ducha. Un suculento plato. Postre, música, libro al brazo, y marchando. Recuerdo esa cuesta de Prado Picón, con sus aceras recubiertas de verdín. Ese respiro antes de entrar a clase. Risas. Charlas. Goteo de compañeros. Una coca cola, un café. Ya suena el timbre. No quiero entrar. Espera que me termine el café. Aún sigue entrando gente. Espera que aún no ha empezado. Parece que sí. Vamos para adentro. Y así tocaban las 15:30 en las campanas de la catedral de Oviedo. Dentro del Seminario, libros abiertos sobre la mesa, silencio sobre la base de un murmullo. Quinientos alumnos observan, comentan, leen, siguen. En el centro, un profesor da voz a una clase "con probabilidad de caer". Con todos ustedes, llenando el espacio: el dulce sopor de la rutina. El tiempo que pasa. El hambre que arrecia. Las 18:30. Fin de la sesión.
Fuera nos esperaba la ciudad, en muy diferentes modalidades. En temporada estival, el sol vespertino invitaba a impregnarse de su luz en las calles. Era el momento de pasear por un Parque de Invierno atestado de chiquillos que, toalla al hombro y cabello mojado, se dirigían a casa tras la sesión de baño en la piscina del Polideportivo. Salir a correr por allí bajo la mirada de sus verdes colinas era un placer sobretodo para quienes proveníamos del secano. Correr hasta la extenuación, aflojar la marcha, volver la vista hacia el sol y observar cómo los edificios eran bañados por el brillo rojizo del ocaso era otra de las maravillas estivales. Son las ocho de la tarde. Se acabó. Tiempo de trabajo. Toca volver. Cansancio. Ducha. Abrir el libro de tests.Durante unas horas: un crono, un mundo, un libro, 260 preguntas. Aún recuerdo la alegría de llegar a la última columna del impreso de respuestas de test. Fin. A cenar. Con los nervios a flor de piel, las cosas se veían de otra manera. Cenábamos al son de "el hormiguero", y cualquier gag era aplaudido con sonoras carcajadas que luchaban por expulsar toda la tensión acumulada en el interior. Después postre, una tertulieta y a la cama. Al día siguiente, seguía en pié el juego con el sol: Si tú te levantas primero, te daré una preciosa tarde...
Los sábados de simulacro matutino era común acudir al seminario en una fresca mañana en la que el frío te helaba la tráquea, y la niebla envolvía las calles en una luz blanca y mortecina. El aire exhalado huía cual bocanada de vapor en una locomotora, y los ojos lloraban de frío. Al entrar al aula, se empañaban las gafas, y tras contemplar una divertida lucha de manos por hacerse con un cuadernillo y un par de hojas, se daba el pistoletazo de salida a otro simulacro más, en el que, cual sumidero al que se le quita el tapón, las primeras vueltas transcurrían lentas, acelerándose progresivamente conforme llegaba el final, hasta atravesar el límite de tiempo como un suspiro. Cuadernillos de corrección en cajas de cartón. A la salida, citando a Mecano: “barullo de murmullos que preguntan que qué tal… un desfile de zombis que abandonan el lugar”…
Después venía la parte más temida: la corrección. Un cosquilleo para las preguntas acertadas, respiración contenida para las falladas. Acertadas, falladas, incorrectas, resta, división. Si al restarle a este simu la nota del anterior el saldo era negativo, se añadía una pesa al plato de la balanza de la inquietud. Si era positivo, la satisfacción por el trabajo bien hecho aumentaba en un 100% las posibilidades de disfrutar plenamente el fin de semana que se avecinaba. Que ya estaba ahí. Y sí, otra de las cosas buenas de Oviedo era que se descansaba por Decreto Ley.
Llegaba la noche, y con ella, el momento de perderse. Cenita en casa o en algún mesón con aroma a sidra y quesos. Abrir la puerta y sentir una bofetada de frío: son las dos de la madrugada. La Plaza del Paraguas es un hervidero de juventud que grita, ríe y bebe: se trata del centro de la red de callejuelas de un casco antiguo plagado de tascas en penumbra, luces intermitentes, música, calor, piedra, gritos, risas, algarabía, adoquines, sidra, vasos, ruido de cristales, gente, gente y más gente. Llega la hora de recogerse, y ya casi amanece. Ruido de llaves. Hora de ponerse el pijama y dejar de lado la ropa que apesta a tabaco. Se apaga la lamparita de noche: fundido en negro, ya son las dos... de la tarde. Hora de tomar una ducha y comer algo. Café, tertulia, presión sobre los párpados, sueño, dolor de cabeza, cansancio. Hora de poner una película. Y mientras se consumen los fotogramas, llega la noche, la cena, los “buenas noches” y con ellos, la hora de sacar de la estantería el libro de la semana siguiente. “Uy, qué gordo es éste”… ¿Y cuánto va para mañana? ¿Lo pone en la primera hoja? No. Pues espera, que saco la calculadora… ummm… 120 hojas. ¿¿120 hojas?? Sí… 120 hojas. Mañana a las 7 arriba. Si me quedo dormida me despertáis a hostias. Descuida…
Y entre la corrección del simulacro y el “mañana a las 7 arriba” discurrían nuestros fines de semana… Unos rutinarios como éste, y otros cargados de momentos para el recuerdo, como el de la presentación de Fernando Alonso en el balcón del ayuntamiento, El GP final de F1 en el Auditorio Príncipe Felipe, los viajes a Covadonga, Gijón, Arriondas, Cudillero… Lugares preciosos, imágenes que atraviesan la lente de tus pupilas para quedar fijadas en el alma, y ser reveladas hasta la saciedad en cada recuerdo.
Se acercaba la tercera vuelta y con ella, el frío, la niebla, las heladas y la inquietud. Noches al abrigo de la calefacción, luz sobre las hojas del libro, mientras al otro lado del cristal, el cielo nublado se venía abajo y el alumbrado público revelaba en su cerco de luz amarillenta un manto de gotitas que caían lentamente sobre las calles desiertas, fenómeno éste cuya contemplación constituía uno de los pocos placeres de esas noches de tests invernales. La gente en clase comienza a contar los días, y se preguntan incrédulos entre ellos si son conscientes de la trascendencia del poco tiempo que les separa del momento soñado y temido a partes iguales. Y así, tres dos o uno, se acerca la hora. El día del MIR ya comienza a llamarse “el sábado”. Excursiones al Campus de Oviedo para localizar el lugar de examen. Planes de fiesta post-MIR. Último simulacro, última corrección, últimas clases. Emoción, nervios, despedidas. Ahora empiezas a ser consciente de lo que dejarás atrás…
El “día M” transcurre en un susurro. Ya estás fuera del aula, y es de noche. A tu alrededor gritos de alivio, rostros desencajados, llantos de emoción, familiares abrazados, descorchar de botellas, risas, euforia, cansancio. Planes de fiesta. Y así, esa noche, las calles de la capital del Reino Astur se convierten en el segundo mayor hervidero del año tras las fiestas de San Mateo. No se puede entrar a ningún local. Al Domingo siguiente, calles desiertas.
Y con ello, se da el pistoletazo de salida al vaciamiento de los pisos, el intercambio de direcciones de contacto, los planes de vacaciones, las promesas de volver a verse y las despedidas. Y después, el viaje a casa: el big bang que volverá a dispersarnos a todos por la geografía española, volviendo al punto de partida anterior a aquel mes de Julio, en un rewind sin retorno en el que el futuro ya no será el mismo: ahora sí que tenemos por delante las vacaciones que no pudimos disfrutar en verano. La suerte estaba echada, y nos volveríamos a reunir en Madrid…
Todo pasó, y ahora se acerca otra vez el verano. Cuando me incorpore a trabajar el día 19 de mayo, quizás una mañana saliente de guardia me cruce por la calle a alguno de esos chavales ojerosos con traje de corbata acompañados por esas chicas con chal y vestido, con mocasines en los pies y taconazos en la mano, también salientes de otra guardia, pero ésta más especial: la Cena de Gala.
Quizás alguno de ellos atraviese las colinas asturianas en un mes y medio. Quizás alguno de ellos acuda, perdido, a la calle Prado Picón con un plano en la mano. Sonreirán al escuchar las campanas de Oviedo tañir alegremente el “Asturias Patria Querida” en cada hora punta. Degustarán los manjares de la Calle Gascona. Caerán a las aguas del Sella cuando su canoa encalle en un arrumbamiento de cantos rodados, y serán presa de la risa. Gijón los embrujará con su Semana Negra y la inmensidad de su Playa de San Lorenzo. Vibrarán con los conciertos de la Semana de San Mateo, y quien sabe si con algún nuevo amor…
… ah, se me olvidaba… y prepararán el MIR.
Desde “la otra orilla”… les deseo muchísima suerte.
Publicado con autorización de su autora.
no se quien ha sido, pero me han parecido sublimes, aunque desde otra acera, desde otro lugar, desde otro tiempo, la misma lucha.
ResponderEliminarxe
hola gangas, me encanta tu blog y el trabajo que haces, nos escribimos hace un tiempo y estuvimos hablando de las estimaciones de los puestos Mir, acertaste totalmente, al final he podido escoger la residencia de pediatría que era mi sueño, he abierto un blog, que espero que sea útil para todos los residentes y en especial los que hacemos pediatría.Por ahora es solo un proyecto, no tengo mucho manejo porque es mi primer blog, te he añadido, un saludo y cuenta conmigo para cualquier cosa que te ayude en este trabajo que realizas, tan útil para todos, muchas gracias, estoy en GeoMir
ResponderEliminarComo ella dijo, las OVImemorias, ole ole y ole!!
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